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Es un domingo por la tarde de cualquier ciudad española. Un padre acompaña a su hijo al estadio llevando bufandas de su equipo favorito. Después de comprar pipas y sentarse en sus asientos, los dos se dejan conquistar por la emoción que desprende el graderío. Sonidos de bombos y gritos en un ambiente festivo.
Pero toda la magia del deporte se rompe en cuanto los jugadores salen al césped. A pesar de que se trata de dos equipos de la misma región, el estadio se convierte enseguida en un lugar cargado de odio. Los insultos salen de todas partes y empiezan a caer objetos al estadio. Y allí está el buen hombre, sentado con su hijo pequeño intentando que no se fije en los insultos.
Es una escena habitual en los campos de fútbol españoles. El deporte más seguido en el país ha dejado de ser un espectáculo para convertirse en una guerra. Los estadios son campos de batalla donde el odio pude llegar a afectar al más calmado. No es sólo cosa de los ultras, sino que los lanzamientos de objetos o los gritos ofensivos proceden de todas las partes del campo. También los jugadores se dejan llevar respondiendo a la grada con gestos obscenos.
Los periódicos deportivos alimentan aún más este odio y rencor, acusando al equipo rival de amañar partidos y demás e insistiendo en el carácter guerrero de lo que es sólo una competición deportiva.
Es necesario tomar medidas para evitar los graves incidentes que se producen en los estadio, en los que en ocasiones incluso llega a haber muertos. Hay que echar a los violentos de los estadios. Lo que bajo ningún concepto se puede permitir es que, bajo la máscara de animar a un equipo, se acabe permitiendo que se insulte gravemente a la afición rival.
La reforma la deben realizar en primer lugar los clubes, las federaciones y los medios de comunicación y, de esta forma, conseguir cambiar la actitud del espectador. El objetivo es que el fútbol vuelva a convertirse en la que fue en su origen; una competición deportiva en la que se enfrentaban equipos, con gran esfuerzo, pero con respeto y caballerosidad. Que el fútbol vuelva a ser una afición que una a las personas y que un padre pueda llevar a su hijo al estadio con toda tranquilidad.
Pero hasta ese día los que acaban pagando los platos rotos son los aficionados a este deporte que van al estadio a pasar un rato divertido y que acaban siendo testigos de un espectáculo lamentable desde las gradas.
Pero toda la magia del deporte se rompe en cuanto los jugadores salen al césped. A pesar de que se trata de dos equipos de la misma región, el estadio se convierte enseguida en un lugar cargado de odio. Los insultos salen de todas partes y empiezan a caer objetos al estadio. Y allí está el buen hombre, sentado con su hijo pequeño intentando que no se fije en los insultos.
Es una escena habitual en los campos de fútbol españoles. El deporte más seguido en el país ha dejado de ser un espectáculo para convertirse en una guerra. Los estadios son campos de batalla donde el odio pude llegar a afectar al más calmado. No es sólo cosa de los ultras, sino que los lanzamientos de objetos o los gritos ofensivos proceden de todas las partes del campo. También los jugadores se dejan llevar respondiendo a la grada con gestos obscenos.
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